EL PÁRAMO DE MUCUCHÍES

 

 

EL PÁRAMO DE MUCUCHÍES

 Soberbio, majestuoso, imponente se presenta a la vista del viajero este coloso de las cumbres andinas. Parece que fuera imposible transponerlo en automóvil, envuelto en su manto de neblinas, ocultando su cabeza anciana y rocosa, patinada por los siglos, inspira temor y respeto. Avanzamos con cautela y ya los primeros trazados de la audaz carretera nos van pareciendo accesibles. El frío comienza a clavarnos sus dedos filerados. De uno y otro lado campea una vegetación en florescencia múltiple de variados colores; las hay pequeñas y moradas como las llamadas pensamientos, que se pegan como mariposas a los breñales y esbeltas y amarillas, como las que adornan el corazón sedoso del frailejón parameño como hilos de plata. Colgando del telón mugriento de los cerros, bajan las fuentes cantando con su lengua de cristal los misterios de la serranía; dijérase que son lágrimas vertidas por los ojos entristecidos de algún piache solitario, que llora la muerte de su tribu; tienen la gelidez de la impasibilidad eterna, pero la dulzura de los corazones sencillos.

Hacemos un alto: El panorama se nos adentra en el espíritu; nuestra respiración es corta y con poco esfuerzo anhelosa…

 Las cumbres son el anhelo de los hombres. Ascender, trepar, es la mayor delicia humana: unos por carretera de oro y los demás, por piedras y peñascos ascienden, suben a las más empinadas cimas del pensamiento y son los elegidos.

 Aquí contemplando esta soberbia mole andina he pensado en la grandeza de los hijos de esta tierra, sencillos y nobles, mesurados, silenciosos, inspirados en esta visión perenne de grandeza, labran con amor la tierra áspera, fecundando su vientre en una incesante lección de constancia, energía y esperanza. La mano dura de estos montañeses, acostumbrada a asirse fuertemente de las crestas serranas, tiene una firmeza al  tenderse, que revela el alma que la anima y más cuando se da al amigo que vale mas que todas las palabras…

 Ya vamos acercándonos a la cúspide. la niebla nos envuelve en su capucha gris y friolenta. La angustia, la soledad y el silencio reinan en torno a los nuestros. Es la oración de la altura.

 El sol visible apenas, deja caer su lluvia luminosa sobre la cinta plateada de la carretera. Estamos, -podemos decir-, circundando el cuello del gigante; pero no divisamos su cabeza que permanece oculta en su manto neblinoso como si fuera un casco de plomo. Todos callamos atónitos, medrosos, desgarrando con los faros  tímidos del auto, aquella espesa selva de neblina que cubriendo las fauces del abismo que rodea esta parte de la carretera, semeja un inmenso colchón de lana gris…

 El viento sopla duro y como las notas dolientes de un órgano, dilata su quejumbre sonorosa que va a morir en  eco lejano, entre las cimas y hondonadas… zigzagueamos un poco para llegar al Cóndor, la columna simbólica que habla al viajero y le enseña como aquél otro Cóndor humano, volando de cima en cima por sobre  ventisqueros y llanuras del continente, fue a posarse triunfal, ebrio de victorias, pujante de heroísmo, en la cimera de la libertad. ¡ Oh Visionario inmortal!, en este sitio sagrado arrodillo mi espíritu para decirte mi oración de gratitud, a nombre de aquellos hijos de mi llano que compartieron contigo en la Epopeya Magna, dolores y alegrías, sobre el coloso eterno como tu gloria, frente al cielo impasible como tu grandeza de apóstol…

29 de octubre de 1.945

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